jueves, 28 de octubre de 2010

La construcción del mal

“Conocer la diferencia entre el bien y el mal es lo que nos diferencia de los animales”.
Caricatura Los Simpson
Un punto de partida
¿Desde dónde pensar el mal? ¿Cómo caracterizarlo en una sociedad como la nuestra? ¿Acaso el mal en sí mismo es visible? ¿Existe per se, o sólo vemos aquello que lo expresa: el resultado? ¿Será que esa expresión del mal es mutable y transitoria, lo que hoy es mal, ayer no lo fue? Somos producto de una cultura judeocristiana que divide el mundo entre buenos y malos, ¿cómo pensarlo si no es a partir de esa dicotomía? ¿Cómo pensarlo distinto, cuando todo a nuestro alrededor nos jala hacia algún extremo, nuestro lenguaje está impregnado del deber ser, de lo homogenizante que resulta estar del lado correcto? Nadie quiere estar fuera de lugar. El asunto es, quién establece esos lugares. Lugares determinados como juicios de valor que fundan los rangos sociales ordenadores; dicen cuáles son los deseables y cuáles los detestables. El mal, entonces, tiene varios matices, múltiples implicaciones. Lo indeseable, cualquier cosa que eso sea, debe ser desterrado, excluido, vigilado, castigado, humillado y, en el extremo, aniquilado.

Los buenos son “los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos…, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”. (Niertzsche, 1989, 31)
El mundo dividido entre buenos y malos ubica a los primeros como los elegidos para ser vencedores, colmados de virtudes y valores positivos, seres llenos de luz, guías; los segundos son por “naturaleza” negativos, destinados a desaparecer, aquellos que no logran adaptarse, los que trasgreden el orden, afean el paisaje. Son los que merecen ser borrados, separados, aislados, aniquilados. El mal debe, en todo momento, destruirse. No se puede simpatizar con él. No se puede comprender, no es posible la convivencia. Simple y llanamente se aniquila. Pero esa destrucción siempre es aparente. El otro, sobrevive. Ese otro signado como mal, permanece. Menguado, deteriorado, minimizado, pero respirando, existiendo. Aquello que se esfuerzan por destruir, se fortalece.
Esto, que resulta lo más evidente, permite preguntarnos sobre la “naturaleza” del mal, si es que esto es posible. Será que siempre ha sido así, que el mundo ha estado divido entre buenos y malos; con otros nombres, otras sus expresiones, sus formas, sus defensores y agresores, pero la misma división. Lo cotidiano parece ofrecer una respuesta: Sí. Nuestro mundo esta signado por aquello “bueno” impregnado de valores deseables y anhelados, en oposición evidente aquello repugnante que socialmente es despreciado. Pero esto no puede considerarse “permanente” o “eterno”, mucho menos determinante, nada de lo social es inmutable. Entonces, cómo acercarnos al mal en nuestra sociedad, en nuestro mundo cotidiano, en nuestro día a día, en cada viaje en el trasporte público, en el trabajo, en la comunidad, en el vecindario. En cada instante nos enfrentamos a eso bueno que aspiramos ser o a eso malo que desechamos sin intentar conocerlo.
A pesar de que los hechos sociales tienen tras de sí una genealogía, una historia que les da vida y consistencia. Nuestra actualidad está impregnada de inmediatez. El hoy en México, ha anulado la memoria, la historia, vivimos de una muerte a otra, de un asesinado a otro, de un cuerpo sin cabeza ensangrentado a un comercial que enaltece la belleza de un galán encopetado que vive un romance de telenovela con una gaviota construida mediáticamente. Pasamos de un escándalo a otro, donde lo que predomina es, justamente, esos elementos que puedan sobresaltar nuestros sentidos, nuestras emociones. No terminamos de asimilar una muerte cuando aparece otra más impresionante que la anterior. Más sangrienta, más llamativa, más estremecedora; más ridícula.
En este escenario de exaltación, de instauración de una política de miedo e intimidación, la muerte del adversario no es suficiente, su exterminio tiene que estar impregnado de un destino ejemplar, entre más escalofriante sea su fin, mayor será el impacto. El objetivo es paradójico: estremecer cada vez más y, al mismo tiempo, naturalizar esa destrucción. Primero, cuerpos sin vida, luego sin cabeza, en seguida con marcas de tortura, más tarde ya no hay cuerpos, pues alguien los deshizo en un bote con ácido, o bien, cuerpos que ahora son huesos, huesos dispersos en alguna mina en Taxco, o en cualquier baldío, instaurado como fosa. Luego las muertes solitarias no son llamativas, se requiere de cuerpos amontonados, si se encuentran mutilados, mejor; marcados por la vejación, por la deshumanización, por la eliminación de cualquier marca que lo haga ser uno como yo. Un prójimo, un similar, un yo mismo que es otro.
Hemos vivido cuatro años de constante anulación del otro, una anulación ejemplar. Que me lleva a desear no ser ese otro. ¿Qué provoca el desconocimiento del origen, de la raíz de ese, que aunque similar a mí, lo diferencia la marca de sangre, el cuerpo maltrecho o los órganos expuestos?; una diferencia sin vida, una sin vida que trasciende al cuerpo pues antes de su último suspiro estaba destinada a no existir, a desaparecer. Una vida que no merecía ser vivida. Lo anterior nos lleva a preguntarnos sobre aquello qué hace que una vida valga. ¿Acaso su sola existencia no la impregna de valor? Si no es así, entonces cómo se constituye el valor de ser humano. ¿Cómo se decide el valor de las personas?
Y ya que decidimos quiénes valen y quiénes no, cómo pasamos de ese no reconocimiento del otro a su destrucción. ¿Qué lo provoca? ¿Qué hay en ese otro-yo que merece ser acabado?, ¿acaso con su destrucción me destruyo a mí mismo o, al menos, una parte de mi?, ¿será que con la desaparición de la diferencia nos anulamos como sociedad?
El mal, es entonces la expresión de muerte, pero no de cualquier muerte, sino de aquella que es inducida, violentamente provocada, y entre mayor sea el dolor propinado, mayor será la confirmación de su maldad. Pues el sufrimiento es sinónimo de yerro. Quien vive en el error, muere en el error. El sufrimiento vivido corresponde al mal provocado, infundido, encarnado.

Cuenta la cruenta muerte por decenas. Parece insaciable.

Pero ella que vive el tiempo del mundo se harta a este ritmo.

No está acostumbrada.

Le gusta disfrutar su tarea. Poco a poco.

Como en los tiempos de paz. Así no goza.

Siente que la locura de los asesinos la rebasa.

Ella quiere bailar en el velorio y el entierro.

Ella quiere flores amarillo naranja por ramos y ramos.

Ella quiere alegría en su fiesta.

Ruidos o silencios que mediten su parsimonioso poder.

Ella quiere velas, veladoras y papeles de colores, pan y fruta, cerveza y mezcal y música de viento.

No quiere las balas de quienes se quedaron sin sentimientos.

Ni menos que un espurio desequilibrado, le rompa el equilibrarte pacto ancestral que firmo ella con la vida.