viernes, 22 de enero de 2010

La sociedad civil en el socialismo real

Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
Bajo la influencia del dogmatismo en Unión Soviética y en los países del socialismo real, la academia se tornó inaccesible a las innovaciones teóricas propias y ajenas y, creyendo defender “la pureza del marxismo”, defendieron dogmas y absurdos. Ser innovador era ser revisionista y como no era permitido dudar, tampoco era posible investigar ni experimentar.
Desde esas trincheras, renunciando de oficio a autores e ideas porque cincuenta o cien años atrás, con razón o sin ella polemizaron con Marx o Lenin, incluso con Stalin, como son los casos de Proudhon, Plejanov, Rosa Luxemburgo y Gramsci, entre otros, para no hablar de Trotski o Eugenio Preobrazhenski, eran recibidas las tesis filosóficas y políticas, incluso las interpretaciones no ortodoxas del marxismo que casi siempre procedían de la izquierda como fueron las de Althusser.
Con esas dudas y con aquella desconfianza recibió la intelectualidad académica marxista el relanzamiento del concepto “sociedad civil” al que se consideró como parte del diversionismo ideológico; caracterizado por esfuerzos para camuflar ideas burguesas y confrontar la pretensión de los círculos occidentales de introducir confusiones en la izquierda marxista para debilitar desde dentro al entonces existente socialismo real.
En un nivel teórico más elevado, donde la tolerancia es más visible, el uso del término se descartaba por considerarlo científicamente ocioso debido a su contenido pre científico que había sido trascendido por el “Materialismo Histórico” de Marx y por su afirmación de que: “La anatomía de la sociedad civil había que buscarla en la economía política…” En ese entendido el enfoque clasista hacía ocioso aquel concepto.
De todos modos, ese como otros desarrollos que aludían al “Joven Marx”, la “Teoría de la Convergencia”, la “Sociedad Post Industrial”, el estructuralismo, la noción del subdesarrollo de André Gunder Frank y las tesis de Marcuse que relanzaban a Freud y otras, se impusieron y junto con ellas circulaban las ideas de Trotski y los debates en torno a Brest-Litovsk, la Revolución Permanente y la Nueva Económica, el Eurocomunismo y otros. Todo ello sazonado con una más menos discreta crítica a Stalin, que todavía hoy, ciertos círculos no han asumido.
El rechazo al examen de aquellos asuntos condujo a un empobrecimiento no sólo del debate teórico, sino también de la investigación y de la docencia universitaria, especialmente en las áreas de humanidades. En merito al papel de la cultura en la batalla ideológica y de la pertinencia de la innovación y la pluralidad de enfoques, habría que subrayar que a la postre, ninguna de aquellas ideas fue contrarrevolucionaria y ninguna contribuyó al fin del socialismo que llegó de donde menos cabía esperarlo.
De todos modos quienes indagaron pudieron viajar hasta la prehistoria para enterarse que el término “sociedad civil”, utilizado como antítesis de la “sociedad oficial”, en épocas preindustriales formada por la monarquía y la Iglesia, era ya utilizado por Aristóteles, por los enciclopedistas franceses y por Hegel, que lo empleaban para designar no a individuos o estratos sociales, sino más bien a espacios en los cuales, de modo entonces muy limitado, se podía escapar a la opresiva presencia del poder legal y espiritual y asumir posiciones o proyectos diferentes a los establecidos en los cánones.
Adoptado por el liberalismo, el término asumió una connotación típica de esa corriente ideológica que lo asocia todo a la cuestión de la libertad individual, no en el sentido de oposición al Estado, a quien reconoce una capacidad reguladora legítima, sino a las ataduras que obstaculizan la iniciativa, principalmente económica.
Naturalmente que bajo el imperio del liberalismo en Europa y los Estados Unidos, sobre todo en la postguerra, con la elevación del bienestar y el establecimiento de una cierta “paz social”, el Estado burgués replegó sus aristas más represivas, ampliando de hecho los espacios de la sociedad civil.
Mientras esto ocurría en occidente europeo que traumatizado por la experiencia fascista se tornaba permisivo y tolerante, siempre y cuando no se atentara contra las bases del sistema, en la Unión Soviética y en los países del socialismo real ocurría exactamente lo contrario y luego de la derrota de Hitler y superado los momentos más difíciles de la reconstrucción, incluso después de la muerte de Stalin en 1953 y del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, la apertura no llegó.
Todo indica que la dirección soviética no se percató nunca de que las consignas que habían funcionado en la época del triunfo bolchevique y en los años duros de la agresión y la ocupación nazi no eran pertinentes en los años 60, 70 y ochenta. La ceguera impidió incluso atender los avisos que significaron los levantamientos de Hungría y Polonia en los años cincuenta, el reformismo húngaro, las divergencias yugoslavas y la crisis del 68 en Checoslovaquia, que terminó con los tanques del Tratado de Varsovia rodando por las calles de Praga.
Al asumir que el Estado y el partido comunista que son entidades estrictamente políticas, eran capaces de representar los intereses de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad, se incurrió en el absurdo de considerar que las personas viven en una sola dimensión y carecen de proyección propia.
Consciente de la contradicción que representa desatar la energía creadora de las masas e incentivar la participación sin permitir una expresión decisoria, no ya sobre los destinos del país sino sobre los de cada individuo, sobre su vida y la de su familia, se creó un “sistema de organizaciones populares”, esfuerzo que resultó fallido al atenerse a la receta de que se trataba de “correas de transmisión”.
Todo indica que entonces hubiera bastado gobernar y ejercer la dirección de la sociedad con realismo y de entender que en todas las épocas el cometido esencial de las vanguardias políticas auténticamente populares es atender los reclamos de las masas y los intereses del pueblo, no al revés.
Si en lugar de orientar a las masas, los partidos y los gobiernos se hubieran orientado por ellas, otra pudo ser la historia. Tal vez el pueblo soviético nunca quiso el fin del socialismo ni desearon la desaparición de su país. O bien ocurrió que los partidos y los gobiernos del socialismo real no se percataron de que las sociedades habían cambiado o no cambiaron ellos. Para el caso es lo mismo.

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